Que lo disfruten!
"Esa devoción por las lenguas que hoy asalta a tanta gente, hasta el punto de considerarlas rasgo distintivo supremo y configurador de naciones (olvidando que Suiza tiene tres y que un montón de países americanos comparten una sola), resulta demencial en cuanto se aleja uno un poco y toma perspectiva, sea geográfica, histórica o mítica. Pues en realidad lo raro y lo incomprensible es que hay tal cosa como lenguas, diferentes idiomas para decir esencialmente lo mismo y nombrar esencialmente los mismos objetos y sentimientos y pensamientos. Si el pensamiento no verbalizado es casi idéntico –al menos como mecanismo- en todos los humanos, ¿por qué su formulación no es a su vez una y la misma para todo el mundo? ¿Por qué al “traducir” del pensamiento al habla se produce una diversificación ilimitada y a todas luces innecesaria? ¿Por qué, en vez de lenguas, no hay una sola lengua a la que en rigor ya no cabría llamar así, sino que sería más bien el don del habla? ¿Por qué todos hablamos en una lengua u otra, cuando lo lógico y fácil sería que simplemente habláramos a secas, igual que tan sólo pensamos? Es cierto que, si se nos exige una respuesta, podemos acabar admitiendo que también pensamos en una lengua determinada –cada uno en la suya, o en las suyas, si es bilingüe-, pero se trata más bien de un contagio o analogía con la idea de habla, pues el pensamiento es de hecho demasiado rápido para permitir una verbalización real. Rara vez decimos, al pensar; solamente pensamos, y eso no se hace a la postre en ninguna lengua.
Hubo un tiempo en que los antiguos griegos se sentían tan únicos, tan suficientes, o tan dueños del mundo para ellos conocido, que empleaban el verbo hellenitsein –literalmente, hablar en heleno, en griego- para referirse a hablar a secas, como si las ideas de hablar meramente y de hacerlo en griego fueran una y la misma, indisociables. Y también empleaban el verbo barbaritsein –literalmente, hablar en bárbaro, en extranjero- con el significado de farfullar o tartamudear, es decir, de lo que no llegaba a ser propiamente hablar. Y a veces olvidamos que en uno de los más antiguos textos sobre las lenguas, el Viejo Testamento, su diversidad es presentada como algo antinatural y una maldición: el castigo de Yavé a los hombres por su soberbia, cuando quisieron erigir una torre tan alta que tocara el cielo, la de Babel. Y a su vez, en el Nuevo Testamento, la capacidad de los apóstoles para ser entendidos en todas las lenguas aunque ellos siguieran hablando sólo la suya, tras la favorecedora visita del Espíritu Santo en Pentecostés, se aparece no sólo como milagro, sino como una enorme ventaja y una bendición (traducción simultánea sin intermediarios ni esfuerzo). Supondría, digamos, la anulación momentánea y tardía de aquel castigo de Babel, según el cual –hay que deducir-, en el orden natural de las cosas había una sola lengua, y la aparición y existencia de varias habría sido concebida como tremenda maldición: la condenación a no entenderse los unos a los otros, a no poder comunicarse, al fin y al cabo el verdadero objeto de cualquier idioma.
La lengua o las lenguas, parece olvidarse hoy a menudo, son sobre todo un medio, una herramienta, un instrumento, un vehículo de transmisión al servicio de lo que se quiere transmitir. Hoy, en algunos lugares, se las trata en cambio como si fueran “la cosa misma”, lo esencial, lo sagrado, lo que define y determina el resto. Viene a ser esta actitud como sacralizar y adorar los pies porque son lo que nos permite desplazarnos y caminar, cuando lo importante es llegar, no aquello de que nos valemos para lograrlo, y que puede ser sustituible. Tan ridícula, así, es la exaltación del castellano como del euskera, el catalán o el gallego, del francés o el alemán o el inglés. Ninguna lengua es “mejor” que otra, excepto en su funcionalidad para lo que cuenta, comunicarse, o –si acaso- en virtud de lo que nos ha ido dejando literariamente. Pero ni siquiera la lengua en que fue escrito es lo más decisivo para la existencia de un libro magnífico, y prueba de ello, entre muchas otras, son las traducciones.
En un país en que –justa o injustamente, por razones históricas legítimas o ilegítimas- resulta que una de sus lenguas sirve para que todos se entiendan y facilitar nuestra intelección, es disparatado y fatuo ponerle cortapisas o intentar arrinconarla.
Javier Marías, Don y daño de lenguas